Agustín Squella: “NO DEBEMOS AVERGONZARNOS DE NUESTROS DESACUERDOS, PERO SÍ EVITAR QUE ESTOS SE TRANSFORMEN EN CONFLICTOS”
“No debemos avergonzarnos de nuestros desacuerdos, pero sí evitar que estos se transformen en conflictos, y cuando se transformen en uno de estos, tener dispuestas las instancias para procesarlos de manera pacífica y conducirlos a soluciones prontas y justas”.
Su último libro se titula Democracia (Editorial UV) y el subtítulo no peca de optimismo: “¿Crisis, decadencia o colapso?”. Preocupado por el círculo vicioso que están formando políticos irresponsables, ciudadanos impacientes y esa “garúa neoliberal” que nos moja a todos, Squella se ha propuesto recordar por qué la democracia es la forma más atrevida −y no la más aburrida− de vivir en sociedad. En esta entrevista, siempre atento a los dobleces de las palabras, critica el miedo a los conflictos de nuestras élites dirigentes, explica en qué consiste el “síndrome Casapiedra” que distingue en líderes progresistas y asegura que la derecha chilena se ha distanciado de Pinochet bastante menos de lo que parece. Pero también, y asumiendo el riesgo de que sus estudiantes “me califiquen como un hombre ya mayor”, formula una crítica que pocos académicos de izquierda se animan a plantear con la grabadora encendida: “En las universidades se ha perdido hace tiempo la cultura del esfuerzo individual”.
La pregunta central de tu ensayo es si la democracia atraviesa otra de sus habituales crisis o si ha entrado en fase de decadencia o colapso. ¿Qué indicios te llevarían a temer lo segundo?
−El debilitamiento progresivo de los tres rasgos principales de la democracia moderna: representativa, participativa y deliberativa. Los representantes a veces representan poco y nada, cuando no se corrompen y se excusan malamente en “errores”, “desprolijidades”. La participación va a la baja, con ciudadanos decepcionados o que han consentido en pasar de ciudadanos a consumidores y de consumidores a endeudados crónicos. Y la deliberación en el espacio público se ha empobrecido sobremanera.
Partiendo por su lenguaje, según lamentas más de una vez.
−Claro que lo lamento. Porque ya sabemos qué pasa cuando el lenguaje se empobrece: se empobrece también la realidad. Y el lenguaje de algunos de nuestros políticos ya no es sólo pobre, es insalubre, bajo, zafio. Y casi siempre contaminado con el doble estándar: si tal dictadura me simpatiza, no es dictadura, pero si me disgusta es la peor de las tiranías; si la economía anda mal es por la situación mundial, pero cuando eras oposición la situación mundial no influía para nada, todo se debía a la impericia del gobierno; si tú intentas hacer reformas, eres progresista, pero si lo intentan tus opositores, son unos iluminados que procuran refundar el país o darlo vuelta de campana. ¿Cómo no va a ser irritante?
Escribes: “Antes buscábamos las palabras, pero ya no. Buscamos imágenes preconfiguradas que nos libren de la carga de buscar las palabras”. En respuesta a eso, reivindicas a los sofistas.
−Por supuesto. El problema de los sofistas es que los tres grandes de la filosofía griega –Sócrates, Platón y Aristóteles− les hicieron mala prensa. ¿Y sabes por qué? Porque cobraban por enseñar. Pero enseñando a razonar, a argumentar, le hicieron un gran favor a la democracia de su tiempo, de la que fueron firmes partidarios. También defendieron la autonomía moral de los individuos para decidir por sí mismos qué es una vida buena. Otros que fastidiaron la existencia a quienes caminaban por Atenas en pose de sabios fueron los cínicos, otra palabra desprestigiada. Encabezados por Diógenes y por Hiparquía, quizá la primera filósofa griega, iban por las calles desaseados, comiendo y hasta fornicando donde les daba la gana, para desafiar las costumbres de su tiempo y el endiosamiento que los atenienses hacían de la propiedad, partiendo por la propiedad de sus esclavos. Así que tenemos mucho que aprender de los sofistas y de los cínicos. No sé si hasta el punto de hacer el amor en público…
¿Sería un exceso de cinismo?
−El pudor es más fuerte.
Un vicio retórico que está haciendo difícil el debate público es el argumento ad hominem.
−Absolutamente.
¿Será porque hemos asumido que en realidad nos estamos peleando el poder y las ideas son una pantomima nomás?
−Las ideas no son lo predominante en la política, eso es cierto. Pero no vamos a descubrir ahora, menos con escándalo, que la política se trata de ganar y ejercer el poder. Para eso se hace política. Pero esa disputa hay que darla sobre la base de ideas. Y en Chile nos está faltando mucha conversación, palabra que prefiero a diálogo, que ha tomado un tufillo a sacristía. A veces ni siquiera estamos dispuestos a escucharnos. ¿Cuántos prefieren cambiar de canal antes que tolerar a alguien que piensa distinto? Ahora, es verdad que para limpiar el debate podríamos sincerarnos un poquito más, y no tratar de presentar como diferencias de ideas lo que a veces son legítimas diferencias de intereses. Es evidente, por ejemplo, que las diferencias entre las universidades estatales, las privadas del Cruch y las externas al Cruch son en gran medida diferencias de intereses: todas están tratando de obtener ingresos vía estudiantes. ¿Por qué no partimos por admitir eso?
Por ahí dices que el miedo exacerbado a los conflictos nos impide procesarlos bien.
−Porque en nuestras élites gobernantes sigue muy presente la idea de que los desacuerdos y conflictos son anomalías, verdaderas patologías sociales de las que tendríamos que curarnos. ¡Son inseparables de una sociedad abierta! Y no amenazan a la democracia, al revés, activan sus instituciones, que están ahí para procesar los desacuerdos entre adversarios y no entre enemigos. Entonces hay que templar un poquito el ánimo y no eludir el debate, como se hace ahora, acusando que la posición del otro es “ideológica”. ¿Pero de cuándo acá la palabra ideología se transformó en un arma arrojadiza para lanzar a la cara del que piensa distinto a nosotros? Como si uno estuviera instalado en la verdad y los demás en su ideología. ¡Ideología tenemos todos!
Ese era un tic de la derecha que la izquierda terminó copiando. ¿Tú no acusarías a la ministra Cubillos de estar ideologizada?
−No. Ella está respondiendo a su ideología, pero cuando yo la critico también estoy respondiendo a la mía.
El gobierno, mientras tanto, le reclama a la oposición un mayor “patriotismo” para aprobar sus reformas.
−Fue muy desafortunado que el presidente usara esa expresión. Yo no escuchaba sugerir que los opositores son antipatriotas desde la dictadura. Los partidos que hoy gobiernan también obstruyeron muchas veces, como toda oposición, y no recuerdo que Bachelet o Lagos les respondieran de esa forma. ¿Cómo un gobernante no entiende que en una democracia se funciona así? Si estás en minoría en el parlamento, compórtate como tal, negocia con inteligencia. Pero no confundas a la opinión pública diciendo que quienes piensan distinto a ti no quieren al país y que tú hablas en nombre de la nación y del bien común. Eso en boca de Pinochet se podía entender.
FELICIDAD Y DECEPCIÓN
Cuando Trump o Bolsonaro ganan elecciones, ¿estamos necesariamente ante una democracia que funciona mal?
−Yo diría que la democracia es por lejos la forma de gobierno más atrevida. Por eso me cuesta entender que muchos jóvenes bostecen ante la palabra democracia, cuando su respuesta acerca de quién debe gobernar es tan atrevida como “no tengo la menor idea”. Va a gobernar quien obtenga la mayoría, así se llame Trump, Allende, Piñera o Bachelet. La paradoja es que con esas reglas también pueden ganar personas con malas credenciales democráticas, pero hay que correr ese riesgo y esperar a ver cómo ejercen el poder. Porque Bolsonaro y Trump pasaron la prueba para acceder al poder, pero la democracia también pone reglas para ejercerlo. Y si las respetan, van a ser gobernantes perfectamente democráticos, aunque estén en las antípodas de la ideología que uno suscribe.
¿Dirías que la democracia ha generado más expectativas de las que puede cumplir?
−No la democracia, sino nuestra muy difusa comprensión –aunque esto suene un poquito profesoral− sobre qué diablos es la democracia como forma de gobierno. Y para empeorar las cosas, algunos políticos le adjudican a la democracia la promesa de hacernos felices. ¿Qué sentido puede tener eso, salvo la demagogia? ¡Se arman hasta canastas básicas de felicidad! ¡Rankings de países por su grado de felicidad! Se ha formado toda una industria de la felicidad, en la que medran legiones de publicistas, psicólogos, políticos y hasta intelectuales. ¡Hay países que ya crearon el ministerio de la felicidad! Imagínate si en Chile llegáramos a eso… Yo tendría que pedirle al Estado que mi canasta básica incluya una jornada semanal en el hipódromo y que Santiago Wanderers esté en Primera División.
En vez de asegurar la felicidad, dices que la democracia tiene un vínculo indisoluble con la decepción.
−Porque aunque tú ganes las elecciones, nunca consigues todo el poder, y además tienes que respetar el derecho de los derrotados a seguirlo disputando. Es una decepción virtuosa, digamos.
¿Nos está costando tolerar esas decepciones?
−Hay una creciente intolerancia, sobre todo, a los tiempos lentos que impone la democracia para tomar decisiones. En una dictadura, la demanda es lenta y la respuesta es rápida: los ciudadanos demandan poco y el dictador resuelve lo que quiere. En democracia todos exigen, pero la decisión tiene que ser debatida, razonada, incluso negociada. Ahora, la democracia también decepciona, esta vez para mal, cuando los políticos la usan para satisfacer intereses personales o de grupo, o peor aún, para hacer dinero. De esta segunda decepción ya estamos hartos, aunque todavía a tiempo de reaccionar. Doy mucha importancia a lo avanzado hasta ahora a partir del informe del Consejo que presidió Eduardo Engel en 2015, pero quedan varias tareas pendientes.
¿Cómo cuáles?
−La reforma de los municipios, por ejemplo. Hay fundadas sospechas de que en ellos se concentra la mayor corrupción en el aparato público. O la reforma de las Fuerzas Armadas, donde la corrupción alcanzó dimensiones inimaginables, sin que nadie controlara sus gastos desde el poder civil.
¿También crees que a la democracia chilena le pena una nueva Constitución? ¿O no tanto?
−Sin ninguna duda. No podemos seguir parchando interminablemente la Constitución del 80 por miedo a sentarnos a conversar sobre una Constitución que, por primera vez en la historia de Chile, sea democrática en su origen y en su contenido.
Aparte de su origen, ¿cuál es para ti el mayor déficit democrático que le queda a la actual?
−Mira lo que pasa con los quórums: para reformar el capítulo más importante de la Constitución se necesitan dos tercios de los senadores y diputados. ¡Dos tercios! Eso es bloquear los cambios. Y para modificar las leyes orgánicas constitucionales, que regulan materias fundamentales y fueron casi todas decretadas por la dictadura antes de entregar el mando, necesitas cuatro séptimos. ¿Pero qué es este invento de las leyes orgánicas constitucionales? Todas las leyes deberían ser leyes ordinarias, por lo menos habría que partir por eso. Pero no me hago muchas ilusiones.
¿Por qué no?
−Porque la mayor parte de la derecha chilena quiere mantener lo más posible, como ha dado prueba en estos 29 años, el legado del general Augusto Ramón Pinochet Ugarte. Ese señor todavía los representa mucho más de lo que imaginamos. No digo que sean pinochetistas como tales: digo que esa derecha autoritaria, y neoliberal al extremo, está vivísima.
Si así fuera, ¿qué la ha mantenido viva?
−Creo que nuestra derecha funciona excesivamente desde el miedo. Miedo a que se disuelva la familia, y entonces vota en contra de una ley de divorcio o de terminar con los “hijos ilegítimos”. Miedo a la autonomía moral de las personas, y se opone entonces a una ley de eutanasia. Miedo a que en democracia se cambiaran leyes de la dictadura, entonces no dio sus votos sino hasta 2005 para eliminar los senadores designados y vitalicios, y no por haber caído en cuenta de que eran impresentables sino porque ya les jugaban en contra. Miedo hoy al Frente Amplio y miedo incluso a los brotes de renovación entre políticos e intelectuales jóvenes de su sector, y por eso no quiere saber nada de un proceso constituyente. Son los mismos miedos a los que está apelando Kast, y la razón por la cual la UDI y RN reconocen en él una dura competencia.